He estado buscando fotografías de escritores disfrutando del sol, durante semanas. Casi había arrojado la toalla cuando localicé dos imágenes de James Baldwin y Chinua Achebe paseando por la playa de Saint Augustine (Florida). La primera instantánea me pareció muy buena, por la naturalidad con la que ambos son fotografiados, sin posar, y por sus atuendos informales que dicen más de lo que parecen. El del estadounidense (Baldwin) es más serio y funcional, excepto por las gafas, y el del nigeriano (Achebe) nos trae resonancias africanas gracias a los elefantes y leopardos que tapizan su camisa. Caminan muy próximos, pero cada uno parece inmerso en su propio mundo.
Achebe conoció a Baldwin en 1980 cuando ambos fueron invitados para abrir una conferencia en Gainesville patrocinada por la African Literature Association (ALA). Esta fotografía fue tomada tras ese primer encuentro. Mucho antes sus vidas habían comenzado en lugares muy alejados sin saber que un día ambos serían considerados figuras de primera magnitud en el mundo literario, y que siete años después el norteamericano fallecería, víctima de un cáncer de estómago, sin poder cumplir la profecía que había pronunciado delante del nigeriano en aquel encuentro literario, en la que pronosticaba que él vería nacer el siglo XXI «por su propia terquedad».
James Baldwin se crió en las calles del Harlem neoyorquino, que tanto marcarían su trayectoria posterior, en donde nació en 1924. Su familia, descendiente de esclavos, era muy pobre, tuvo que hacerse cargo de sus hermanos más pequeños, y él, habitual morador de las calles, encontraría en ellas demasiada realidad hasta el punto de llegar a decir: «A la gente le cuesta menos llorar que cambiar, una regla de psicología que la gente como yo aprendió en la calle siendo niño». Su padre fue un severo pastor baptista y él mismo fue predicador para después apartarse de la religión, pero sin poder dejar atrás del todo su formación que se introduce en sus obras. Su cuerpo era menudo, de poca estatura, pero poseía un rostro singular que se llenaba con sus dos ojos saltones y su imponente nariz. Era (pongamos etiquetas) un norteamericano negro y homosexual (se podría añadir también y pobre) que vivió exiliado en Francia. Y escribió sobre ello; clamó contra las desigualdades que ambos colectivos soportaban, aún más él que lo vivió por partida doble, pero sobre todo luchó por los derechos civiles desde su inmensa humanidad,“no soy pobre ni negro ni gay ni norteamericano: esas son distracciones que no dejan a los demás verme como un ser humano”, llegó a afirmar.
La familia de Chinua Achebe era igbo, una de las etnias que habitan Nigeria. Nació en 1930 y su infancia fue un «cruce de culturas» entre el mundo de educación occidental cristiana al que le empujaba su padre, y el de sus orígenes. Gracias a sus capacidades y a su entorno, pudo estudiar en colegios en los que se formaba a la futura élite nigeriana. Sus padres (unos pastores protestantes) le educaron dentro de la nueva religión, pero él pronto demostró su intención de volver a sus raíces, dejando su nombre inglés de lado (estaba bautizado como Albert) y recuperando su nombre original. Como parte de aquella élite privilegiada, formó parte del gobierno efímero de Biafra, experiencia que le resultó decepcionante. Escribió sobre el poder y sus vasallajes, sobre el horror y la deshumanización. Y contó la historia de la colonización por la boca de un africano, intentando siempre transmitir a sus lectores «que su historia, a pesar de todas sus imperfecciones, no fue la larga noche de salvajismo de la que los europeos, actuando en nombre de Dios, vinieron a liberarnos”. Fue el escritor que Mandela leía en la cárcel, el líder sudafricano se refirió a Achebe y a su obra como una fuerza “en cuya compañía los muros de la prisión se derrumbaban».
En un artículo titulado The Day I Finally Met James Baldwin, Chinua Achebe recordaba aquel encuentro que se había postergado varias veces a lo largo del tiempo. El nigeriano anotaba que estuvo dando vueltas a cómo iniciar la conferencia. Una vez en el escenario en el que su interlocutor esperaba, se giró hacia él para decirle, en una transposición de aquella célebre frase: «El Señor Baldwin, supongo«, lo que obtuvo por respuesta un cambio de semblante en el rostro grave y serio del escritor norteamericano que se tornó sonriente, desmoronándose al instante en una amplia sonrisa feliz. El público lo tomó con alegría aplaudiendo y profiriendo exclamaciones joviales, creando un ambiente positivo y a la vez serio. Todo iba perfecto en aquella conferencia anual de la ALA. Baldwin hablaba de Todo se desmorona, la novela que había encumbrado a Achebe, «la había leído en francés», añadiendo que trataba de personas y costumbres que desconocía, pero que al leerlas, las había reconocido en su plenitud. «Aquel hombre, Okonkwo, es mi padre» había afirmado cuando una voz irrumpió la charla por el sistema de megafonía. Alguien comenzó a lanzar insultos racistas contra Baldwin, quien tras aparecer nervioso en un primer momento, se irguió y respondió al intruso. La conferencia continúo y, a pesar de que la muerte no les volvió a dar la oportunidad de volver a estar juntos, Achebe no dio por terminada la charla entre ellos.
Fueron dos seres muy diferentes, tanto a nivel humano como a nivel literario. Y eran negros. Uno sabía lo que era la esclavitud, la discriminación, la injusticia y el racismo. El otro sabía lo que era la colonización, la deshumanización, la explotación, la corrupción y el racismo. Demasiadas palabras para nombrar lo mismo: el rechazo, la negación y la desigualdad. Ninguno se ponía ninguna venda innecesaria: sabían y reconocían también que entre «los suyos» se originaban situaciones injustas y terribles. En aquella charla, el racismo contra Baldwin también le dolió a Achebe; por familiar que fuera no dejaba nunca indiferente, la misma rabia aparecía de nuevo en otro lugar. Los dos sabían de qué se trataba: la archiconocida supremacía blanca. Eran dos caras (todavía lo son) diferentes y complementarias.
Miro la extraña segunda fotografía que he localizado de aquel encuentro. Ésta es en blanco y negro, con los dos escritores frente a frente, en la misma playa, con idéntico atuendo, pero ahora se están mirando, no permanece cada uno en su mundo, parecen mantener un diálogo. James Baldwin se ha quitado sus gafas de sol, un parapeto innecesario. La altura de Chinua Achebe le dota de una posición privilegiada, pero entre ellos no se aprecia rivalidad ninguna, al contrario. Añade Achebe que Baldwin no tenía miedo de nadie ni de nada. Tampoco él lo tuvo. Al fondo, unas olas lamen la orilla. El viento levanta las solapas de la camisa del norteamericano, al igual que en la primera instantánea hacía lo mismo con la del nigeriano. Entre ambos, alrededor, junto y en, parece fluir el comienzo. África. Siempre África.
Me he encantado leer este post. Muchas gracias.
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Gracias a ti, Mary. Un abrazo.
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