Los nombres. Nómbrame… qué tristeza cuando alguien confunde tu nombre y te llama con otro. Más horror aun cuando nadie tiene interés en conocerlo.
Si no te nombro, no existes. Por eso preferimos las masas anónimas. Todo para que nosotros podamos movernos con más soltura entre “los otros”, para poder evitar tener que mirarles a los ojos y llamarles. Para impedir que nos acerquemos, nos aproximemos, escuchemos sus historias, comencemos a caminar a su lado… les nombremos y empiecen a existir.
No es esto. Lo sé. Pero no sé cómo empezar. Porque pasan cosas todos los días.
Y esas cosas revuelven, algunas más que otras.
Aunque a veces ves una salida para poder comenzar a tirar del hilo. Esta vez es el nombre de un muchacho.
Se llama Suleimán.
El escritor Antonio Lozano estuvo en Madrid el fin de semana pasado. Presentó su último libro el viernes en la librería “Traficantes de sueños”. Una obra sobre Mandela de quien este próximo 18 de julio recordaremos que hace 100 años nació un ser extraordinario. Pero también traía la escenificación de Me llamo Suleimán.
Antes que una obra de teatro, fue una novela. Y mucho antes fue una realidad que el escritor quiso ficcionar. Muchas historias en una porque es imposible no poblarse de miles de voces cuando se cuenta una como la que contiene el libro, como la que se representó durante tres días ante nosotros. Hasta ser otra diferente, y al mismo tiempo la misma, de la mano creativa de Mario Vega.
Me llamo Suleimán nos habla del viaje que emprende un muchacho de apenas doce años junto con dos amigos desde Bandiágara (Malí) hasta Europa. La palabra escrita toma otra forma en la voz de la actriz Marta Viera quien durante una hora, en un monólogo y con una interpretación impactante, nos va llevando por las diferentes etapas del viaje del muchacho y sus amigos mientras la sala se llena de recuerdos de lo que dejó atrás, la tierra, la madre añorada, y se inunda con las dolorosas situaciones que se ve obligado a afrontar: el camión y el desierto, la temible valla y la posterior expulsión, la insegura embarcación y la llegada, la totalizadora soledad y las apelaciones a un Dios desaparecido, el principio y el final … “solo éramos unos niños, ¿Cómo pudimos soportar aquello?” pregunta en el libro Suleimán.
La obra, además, se representó en Malí este mismo año. En el país del que es originario el narrador protagonista.
“Mi principal preocupación- afirma Lozano- era la reacción del público a una historia, protagonizada por uno de los suyos, ideada para ser contada a la sociedad a la que llegan los emigrantes, y no a aquella de la que salen. Pero nada más terminar la obra todos los presentes prorrumpieron en aplausos, se acercaron a nosotros con lágrimas en los ojos para felicitarnos, o para contarnos historias semejantes que habían vivido amigos o familiares. Me llamo Suleimán nos ha dado muchas alegrías, nos ha despertado muchas emociones. Pero entre todas las funciones realizadas, y van más de ciento cincuenta, la de Bamako fue sin duda la que más profundamente nos llegó al corazón”.
Se mezclan las voces en el escenario. Ahora se escucha la del Suleimán de papel, ahora la que surge de la interpretación de Marta Viera que se nos mete hasta los tuétanos acompañada de la música de Salif Keita. Vemos a través de la escritura de Antonio, a través de las palabras de Marta, la vida de ese muchacho. La escenografía rompedora nos ayuda a no perder un detalle. “Los muros que cercan Europa crecen más y más. Igual que nuestra hambre”, escribe Antonio y esto se vive en escena. De pronto ahí está la valla. Parece un monstruo de alambre por el que los muchachos trepan.
Suenan disparos. La valla se va tiñiendo de rojo. Idrissa, uno de sus amigos, ha sido alcanzado y se desangra.
Entonces se oye un llanto. Podría ser el grito de Suleimán ante la pérdida de su amigo a quien tiene entre los brazos. Pero la vista, por un momento, se aparta del escenario. No es allí, está ocurriendo en la fila de butacas. Desde la oscuridad de la sala, la congoja es titánica, un dolor y una tristeza que nos atrapa a todos los presentes. Alguien, entre el público, no ha soportado la escena. Como si fuera un volcán de horrores el llanto de ese hombre nos espanta y nos paraliza. La realidad y la ficción se han dado la mano otra vez.
Desconozco quién era, si lo que vio le recordó algo vivido por él o por alguien muy cercano dada la intensidad de su llanto, o si no pudo soportar tanta injusticia y tanta inhumanidad representada ni siquiera en escena. Pero logró que nos retorciéramos de nuevo ante la constatación de la crueldad de lo que se estaba representando. No conozco su nombre, no puedo nombrarle. Tampoco olvidarle.
Uno de los mayores elogios que se pueden decir de cualquier obra de arte, creo, es que nos ha traspasado. Y eso es lo que ocurre con Me llamo Suleimán, tanto con la novela, que etiquetada como novela juvenil atrapa a cualquier edad (sin duda otro mérito añadido) como con la obra de teatro.
“Quizás algún día nos volvamos a ver”, se despide de nosotros, con su voz inconfundible, también Suleimán.
Nunca se sabe.
Este es uno de los artículos que más me ha gustado. Me has emocionado.
Bravo por Antonio.
Alberto Mrteh (El zoco del escriba)
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Me uno a ti, bravo por Antonio, qué grande… Un abrazo
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Yo no pude ir a ver la obra de teatro. Me das un poco de envidia…
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Lo supongo
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