El sábado por la mañana cogí el coche para ir a verla a la isla de Lagos cruzando el puente continental. Había algunos cargueros atracados en el puerto de la marina. Al bajar del puente, tuve una vista parcial del centro comercial que había llegado a conocer al volante. Un batiburrillo de rascacielos poblaba el horizonte, y dispersos entre ellos se veían desangelados edificios de cemento de una sola altura con tejados de chapa de zinc. Eran en su mayoría locales comerciales. En todos colgaba un rótulo necesitado de una mano de pintura. Una maraña de cables eléctricos y telefónicos se entrecruzaban entre ellos.
El Atlántico zigzagueaba en torno a Lagos. A veces turbio y soso, otras estridente y salado, con sus diferentes nombres: aguas de Kuramo, arroyo de Cinco Caurís, Marina de Lagos, laguna de Lagos. Era la misma agua. Puentes de asfalto comunicaban las islas del continente, y el cielo siempre parecía tan triste como una persona que ha perdido interés por su amante. La gente apenas se fijaba en él, ni siquiera en sus ambarinas puestas de sol. Si el sol caía, quería decir que pronto no habría luz, y los habitantes de Lagos necesitaban ver por dónde iban. La iluminación urbana no siempre funcionaba.
En Lagos vivían millones. Algunos oriundos de allí, pero la mayoría tenía sus raíces en provincias. Llegaban y se iban con los elementos, en trombas, como si el clima hubiera sido creado para ser castigo y recompensa. “Me pegaba el sol en la cabeza”, “me refrescó la brisa”. La mayor parte de los días, era como si hubiera mil millones de personas recorriendo el laberinto de calles y callejas: mendigos, secretarios, contratistas del Gobierno (ladrones, dirían algunos), pandilleros, niños de la calle. Se podía adivinar lo bien que comían por el estado de sus zapatos. Los mendigos, por supuesto, iban descalzos. Si nadie se fijaba en el cielo, era porque estaban todos ocupados mirando los vehículos. Había un barullo constante de coches, estallidos de motores y tubos de escape exhaustos, viajeros peleándose por subir a autobuses amarillos canario y a furgonetas privadas de transporte que llamábamos kabukabu y danfo. Llevaban epitafios bíblicos: León de Judá, Dios salva. Sus conductores iban como locos y contribuían a la incongruencia general: ganado pastando en un basurero, un hombre cruzando la autopista en una silla de ruedas, un vendedor ambulante con un diccionario Webster´s en una mano y un cepillo de váter en la otra.
Había un sinfín de vallas publicitarias: Pepsi, Benson and Hedges, Daewoo, Fideos al instante Indomie, Conduzca con cuidado, Combata el abuso infantil. Todos los olores se fundían en uno; piel sudada y gases, y hacía un calor que te iba haciendo fruncir más y más el ceño hasta que presenciabas algo que te hacía sonreír: un taxista haciendo comentarios morbosos, la gente insultándose a base de bien; muybienseñores, nuestros panegiristas urbanos o mendigos boderline, que alababan a cualquiera por dinero. ¡Jefe! ¡Profesor! ¡Excelencia!.
Era una ciudad difícil de amar; un pandemónium del comercio. El comercio florecía en cada minúsculo rincón de las calles; en las tiendas; en las cabezas de los ambulantes; hasta en los suburbios, donde los hogares se convertían en casas de finanzas o salones de peluquería, según las necesidades. El resultado final eran montones de basura en la calle, en las alcantarillas abiertas y en los mercados, que rendían tributo tanto a la suciedad como al comercio. Mi hora favorita era por la mañana temprano, antes de que la gente invadiera las calles, cuando el aire estaba fresco y sólo se oía la llamada de la mezquita principal: Allahu Akhbar, Allahu Akhbar. Aquellos cánticos en los momentos de mayor silencio en la ciudad tenían mucho sentido.
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