Tanella Boni es una escritora y filósofa a la que merece la pena prestarle atención. En la entrevista que le han hecho, en fechas recientes, desde la Revista Clarín, cuestiona el concepto de “conocimiento” que guía, desde hace décadas, los intentos de Occidente por paliar las iniquidades que sufren las mujeres del continente africano. La suya, afirman en la entrevista, «ha sido una voz crítica de las formas en que Occidente aborda el problema de la servidumbre femenina en África. Y sobre todo del modo en que la cultura europea y norteamericana digiere la intervención de las propias intelectuales africanas en ese asunto».
Encontrar algo traducido al castellano de esta escritora es casi misión imposible. Este es su primer y único libro traducido hasta la fecha y se encuentra descatalogado. Sin embargo, siempre queda el recurso de pedírselo prestado a alguien o de acudir a las Bibliotecas públicas, si se desconoce el francés. «Si los escritores no escriben en Francia o Europa, no son nada. No se nos ve y tampoco somos conocidos«, dice en la citada entrevista, aludiendo a la necesidad de tener un público propio en África y a la realidad de los escritores africanos.
Los negros nunca irán al paraíso es el rotundo título de la novela que se abre con esta frase: “Mis recuerdos me llegan en irreprimibles olas, en inenarrables chorros». Amédée-Jonás Dioeusérail esboza sus pensamientos en oleadas que, como si fueran impactos acuáticos, golpean su memoria, sin cesar. En esta primera toma de contacto con su historia ya intuimos que está ocultando algo. Amédée, ahora ya sexagenario, vuelve la vista atrás y nos introduce en «su» historia. Habla mucho y nos dice que es director de empresa, pero se define como editor y se autodenomina humanista, ya que ha trabajado con «los más pobres entre los pobres». Curiosamente su apellido significa “Dios” y con este juego de palabras se va definiendo la personalidad del personaje masculino protagonista de la novela y el examen, profundo, complejo e interesante, con el que la propia escritora somete a las relaciones entre África y Europa a lo largo de todo el texto (relaciones que se deslizan entre la ayuda y el abuso). «La incomprensión y la ambigüedad son los adjetivos que utiliza para describir las relaciones históricas de África y Europa«.
En realidad, su historia se va a contar desde una multitud de voces. La narradora, una mujer negra, escritora y curiosa, nos habla de su encuentro con un hombre que nunca olvidará (Amédée), un hombre que le cuenta su historia en un viaje de avión. Pronto, ella en simples pinceladas nos lo describe, un hombre que viste con los colores nacionales, para dar testimonio de su integración social. Un intelectual que maneja ideas, sin realizar acción ninguna. Un hombre que grita “¡los negros nunca irán al paraíso¡”. Y es por esa frase por la que se empieza a desmadejar la maraña de su vida. La mujer, que al escuchar su historia, le reconoce como uno de sus profesores de juventud: el abade Amédée, no quiere oír la historia, pero al tiempo quiere oírla, sabe que tiene que oírla.
A través de sus «memorias de negrero pacífico», Amádée nos cuenta la historia desde su punto de vista. Comienza por su época de cooperante en Korhogo (Costa de Marfil). Habla de Sali, una niña de 12 años a la que “le hice un hijo”, es decir, la violó (en unas pocas líneas además de llamarse monstruo da su explicación de porqué lo hizo: se encontraba lejos, en un lugar donde nadie le conocía, hizo aquello impensable de hacer en su mundo, pero sí allí). La culpa le acompaña durante el resto de su vida, pero no asume ningún tipo de responsabilidad por sus actos, a pesar de que ese remordimiento le atormenta (a veces parece una simple justificación moral para que sus actos sean menos onimosos, ya que en su vida no hace nada que pueda de verdad redimirle). Abandona África y decide entrar en una orden religiosa, que le proporciona la fachada necesaria para “dejar de ser un hombre” y pasar a ser un religioso, revestido de dignidad, una nueva vida se abre ante él. Busca un sinfín de justificaciones sobre porqué no asumió su responsabilidad, mientras sigue lamiéndose sus heridas en silencio, un auto-inmolarse inútil. Así vuelve de nuevo a Korhogo. En realidad, toda su vida será un ir-venir de Europa a África, mientras se suceden sus facetas: cooperante, violador, profesor, sacerdote, comerciante, político, editor (solo publica libros de los países «pobres»), director comercial.
La segunda parte es la de las mujeres: lo que la narradora va conociendo de cada una de las mujeres de Amédée «el polígamo», se hace llegar en forma de conversaciones con ellas. La de Iris, la pequeña vendedora de pescado, su primera contadora de historias; la de Sali superviviente, que va desgranando su vida después y a pesar de Amédée; la de Wendy la hija nunca recuperada, próspera mujer de negocios. Todas ellas pueden hablar de Amédée, de hecho él es lo que las une y el que ha condicionado sus existencias. La narradora, mujer curiosa, quiere saber qué más esconde la vida de Amédée; “Los secretos existen para alimentar la palabra contada” dice Iris, la vendedora de pescado a la que la narradora recurre para completar la historia de Amédée que no encuentra en ningún sitio. Así veremos la otra parte que él no nos ha contado. Es un hombre muy exitoso, tiene poder debido a sus negocios. Iris dice que ha proporcionado trabajo a mucha gente, pero también que se trata de una explotación: «Te da 10 francos con la derecha y recupera 5 con la izquierda«. La gente puede comer, educarse y vivir gracias a él, pero ¿cuál es el cambio de esta situación?. Amédée el justo, reinando por encima de todos, repartiendo su bondad. ¿Hace realmente el bien?, ¿un intercambio siempre favorable para una parte es bondad?, ¿o es simple y llanamente explotación?.
Surge entonces la guerra, y con ella las vidas desplazadas, la Iris que vemos en París no tiene nada que ver con la sonriente Iris de su país de origen. Obligada a errar, a vivir en edificios abandonados, a ser una sombra, olvidada por todos, incluso por Amédée que, como siempre, se lamenta en alto pero no hace nada por aquella que tanto «le había ayudado». Qué diferente las motivaciones de esta mujer que ha tenido que realizar un largo camino huyendo de la guerra, de las del occidental Amédée, «viajé a África porque me aburría». Pienso en todos y todas las que se ven obligados a abandonar su tierra, en la dureza de este gesto y en la tremenda realidad que algunos tienen que vivir en los lugares a los que llegan. Son los Viajeros, transeúntes, desplazados por obligación, que se pueden convertir en cenizas bajo la mirada indiferente de los que no queremos verlos.
Nadie sabe si los transeúntes habían vivido, todos, el infierno en la tierra, hasta aquel final con llamas, o si, para ellos como para muchos otros, el paraíso estaba siempre en otra parte.
Ficha:
- Título original: Les nègres n’iront jamais au paradis
- Idioma: Francés. París, Editions du Rocher, Le Serpent à plumes, 2006.
- Traducción al castellano: Editorial El Cobre. Colección Casa África.
- Traductor: Manuel Serrat Crespo.
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